Aunque no sea necesaria, la clarificación tiene una doble función. Por una parte, cumple una misión estética, hace del vino una bebida más fina, limpia y brillante. Estabiliza el color ante la exposición al oxígeno y mejora su aspecto (o mejor dicho, lo adapta a nuestros estándares, a cómo estamos acostumbrados a ver y degustar un vino, aunque esto no tiene porque ser necesariamente “mejor”). Por otra parte, en el caso de los tintos, la clarificación equilibra los taninos y reduce su amargor.
Este proceso se traduce en un vino más transparente a la vista y más ligero en el paladar. Un vino sin clarificar, por lo general, será más áspero, y si el trabajo en barrica no es muy fino en el caso de los vinos de guarda, casi con total seguridad, será más amargo.
Estas características no implican que el vino sea de mejor o peor calidad, de hecho, existe un movimiento en auge en el que algunos enólogos apuestan por los vinos sin clarificar como sinónimo de vinos más auténticos y naturales, aunque la experiencia en boca pueda resultar menos agradable.